viernes, 6 de noviembre de 2009

LO DINOSAURIO Y LO HUMANO: DESAPARICIONES


Apenas percibían el brillo que la naturaleza les hacía  ostentar, sin que les quedase punto alguno de comparación. Fueron perfectas sus pisadas, y enormes sus grietas; era cadencial el ritmo que desprendía su colosal fuerza.
Los demás  los envidiaban, pero también hacían sus fiestas al compás de sus rústicos sonidos. Las palmas sólo cumplían su papel, sin imaginar jamás, el extraño presagio del meteoro, ni el fatuo reino de un animal más grande que el dinosaurio.

Ellos amaban, y  destruían por ello, lo necesario para existir. Sabían de su tamaño, creo, pero esto los hacía conocedores de su espacio y de la ronda de esferas, que pese al acercamiento de algunas cabezas hacia el cosmos rutinario, no lograban  poseer.
Sus colas simulaban ser rastreros agentes del viento, en feroz tocata y envidiable galanteo con la raíz indiscreta de las algas, que entonces, se asomaban sin pudor al lado del cauce más querido.

Nunca imaginaron...
Nunca crearon; no conocieron el bien, mucho menos el mal, sólo sentían y admiraban el peligro, porque en su olor imaginaban su valentía. No había ley, pues no había hombres; tan sólo experimentaron el constante devenir, la impúdica morada  del radiante colapso cual amarillo sabor a calor.
Presenciaron, fueron testigos, y vivenciaron el enigma de la vida, sin poseerlo, sin ni siquiera sustentarlo.

En un tiempo cualquiera, cuando los años no habían sido paridos, contemplaron, aterrados, el insoportable tacto del frío lejano; el imprevisto horizonte colmado de lienzos blancos, y el impacto final de la bruma que osó disecar sus templos telúricos.

Ellos desaparecieron.
Y nosotros algún día nos cansamos de los árboles, y nos dio por ser sujetos, y por ser más grandes que ellos,  hasta guerreamos con los demás, hasta vencerlos y humillarlos.
Hasta que en una manecilla firme, con la que nos inventamos el recuerdo, nos percatamos de la sublime experiencia de los gigantes y les construimos memoria, y buscamos sus óseos lamentos, y los reconstruimos. Sin saberlos vivos, los imaginamos vivos, en la quimera de nuestros pasos, en el dibujo que pudimos realizar, en esta estrechez de astro que habitamos, en el cual se ordenó la primera ráfaga de piedras.

Nos condenamos a ser más grandes, tal vez por eso inventamos verdugos sin rasgos de identidad con nuestro vivo retrato: tal vez por ello ideamos máquinas...
Algún día se repitió la tragedia del dinosaurio, se apagó una vida humana, pero no supimos dónde ni cuándo, y la separaron de nuestras mentes, y no la pudimos despedir, es más, nunca supimos qué pasó, nunca supimos qué hacer... y esta vez fue el fierro ardiente de quien surgió del césped, firmando falacias a la hora tal del te inglés.
Fueron muchos más; tenemos memoria, pero no retienen tanto. No sabemos si nuestros hermanos mueren, tampoco sabemos si la memoria existe.

Estamos locos.
Encorbatamos nuestros gritos y olvidamos nuestra pluma.
¿Estamos o no?
Es en suma, inconcebible esta angustia, esta rabia, de ver desaparecida la memoria. 
        

León Plata
2000

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